
Conversamos con la bióloga, escritora y divulgadora de la ciencia María Emilia Beyer sobre museos, literatura, ballet y las mujeres en la ciencia que la han inspirado.
El sueño de María Emilia Beyer era ser bailarina de ballet. Lo estudió desde los 8 años y logró dominar el pas couru, la pirouette y el grand jeté. Practicaba a solas en la biblioteca de su padre, el célebre biólogo y Premio Nacional de la Ciencias Carlos José Beyer Flores, doctor en Biología y Postdoctor en Neuroendocrinología. Sin embargo, una lesión grave le impidió ingresar a la Compañía Nacional de Danza. A los 18 años, con su sueño truncado, tuvo que buscar un nuevo camino. Fue entonces cuando descubrió que su segunda gran pasión eran las ciencias naturales.
Beyer (Ciudad de México, 54 años) estudió Biología y Filosofía de la Ciencia y es la actual directora de Universum, el museo de las Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el primero en su tipo en México. También es escritora y divulgadora. Su curiosidad la ha llevado a escribir una decena de libros como Monstruos, sueños y otros cuentos vistos desde la ciencia; Luz propia. Un libro sobre seres que brillan y Gen o no gen: el dilema del conocimiento genético. Además, es integrante de la mesa directiva del Consejo Internacional de Museos de la Ciencia y Tecnología (ASTC, por sus siglas en inglés), que reúne a unos 700 centros en más de 50 países.
"En mi tiempo en Universum, he hecho muchas cosas: exposiciones sobre el color, los dinosaurios, la ciencia… Pero este Espacio Infantil es diferente. Aquí hay un legado filosófico: la apuesta por socializar a través del juego, por generar bienestar. Durante el encierro, leí sobre cómo los niños estaban desarrollando ansiedad y cuadros depresivos a los cinco años. Desde mi trinchera, sabía que podía hacer algo. Esta pasión, esta emoción, es lo que nos movió. Y sé que este será mi legado"
María Emilia Beyer

Antes de involucrarte de lleno en la biología iniciaste tu formación en el ballet. ¿Cómo influyó tu historia personal en lo que ahora haces?
El ballet me dejó una enseñanza invaluable: la disciplina. Es una práctica que exige un esfuerzo constante, día tras día, hasta lograr dominar movimientos como la doble pirueta o el grand jeté. En ese proceso, aprendí que no hay espacio para rendirse. El ballet te enseña resiliencia, algo que considero fundamental porque, en general, no estamos acostumbrados a lidiar con la frustración cuando algo no nos sale a la primera. Y en el ballet, nada sale a la primera. Por eso las grandes bailarinas comienzan a los cinco años; si no, a los 16 o 17 no podrían alcanzar ese nivel de maestría que admiramos en el escenario. Para mí, el ballet fue una escuela de vida: me enseñó a no rendirme, a perseverar y a entender que, si quieres alcanzar metas grandes, debes seguir intentándolo una y otra vez. Además, el arte en general es un desafío constante; nunca se acaba, siempre hay algo nuevo por explorar, algo más por lograr. Esa mentalidad de superación continua es algo que llevo conmigo en todo lo que hago.
“Para mí, el ballet fue una escuela de vida: me enseñó a no rendirme, a perseverar y a entender que, si quieres alcanzar metas grandes, debes seguir intentándolo una y otra vez”
En la carrera de biología hay muchas ramas. ¿Qué fue lo que más te interesó y cómo llegaste a la divulgación?
Cuando entré a la carrera de biología, llegué con una visión romántica inspirada en autores como Darwin, imaginando observaciones naturales y aventuras en el campo. Sin embargo, al comenzar en 1989, me encontré con una ciencia mucho más sistematizada y llena de matemáticas, alejada de la imagen clásica que yo tenía. Aunque al principio fue desalentador, comprendí que mi verdadera pasión no estaba en el laboratorio, sino en contar las historias detrás de la ciencia, transmitiendo el asombro y amor por la naturaleza. Así, decidí dedicarme a la divulgación científica. Entendí que para explicar bien la ciencia, primero necesitaba entenderla a profundidad, por lo que completé mi formación con un diplomado y una maestría en comunicación pública de la ciencia. Aprendí a manejar medios, hablar en público y escribir de manera clara y atractiva. Al final, encontré mi camino: contar las historias que la ciencia nos regala, y eso es lo que me apasiona.

¿Cómo integras tu visión de género en proyectos como Mil Niñas, Mil Futuros?
Lo que creo es que el feminismo es humanismo. No podemos negar que vivimos en un mundo desigual, y en el ámbito que me toca, la ciencia y la tecnología, esa desigualdad es más que evidente. Hemos realizado estudios con niñas de 10 y 11 años, y aunque está claro que son inteligentes y capaces, reciben mensajes tóxicos desde todos lados que las hacen dudar de sí mismas. Además, algo que sucede con frecuencia es que las niñas se autocensuran. En mis investigaciones sobre la percepción que tienen los niños y niñas de primaria acerca de quiénes hacen ciencia, las niñas no dibujan mujeres científicas. Es desalentador, pero también revelador. Por eso, las niñas que, a pesar de todo esto, deciden estudiar una carrera en ciencia, son para mí unas verdaderas amazonas. No sé cómo lo logran, porque están constantemente recibiendo mensajes que les dicen: “Tú no puedes”, “Tu cerebro no es tan bueno para las matemáticas”, o “La ciencia no es para ti”. En los museos y otros espacios de educación informal, lo que tratamos de hacer es eliminar esa sensación de estar siendo evaluadas. Queremos que las niñas (y los niños) jueguen, se diviertan y experimenten. Si algo no les sale a la primera, como siempre les digo, mejor, porque así tienen la oportunidad de intentarlo de nuevo. Pueden jugar dos, tres veces, hasta que lo logren. Esa es la magia de estos espacios: no hay calificaciones, no hay exámenes, solo curiosidad y diversión.
“En mis investigaciones sobre la percepción que tienen los niños y niñas de primaria acerca de quiénes hacen ciencia, las niñas no dibujan mujeres científicas. Es desalentador, pero también revelador. Por eso, las niñas que, a pesar de todo esto, deciden estudiar una carrera en ciencia, son para mí unas verdaderas amazonas”
¿Quiénes son tus referentes en la divulgación científica?
En el mundo de los museos, tengo varios referentes, pero en México, mi principal inspiración es Silvia Singer, directora del MIDE (Museo Interactivo de Economía). Ella me acogió cuando terminé biología. Sabía que quería dedicarme a la divulgación, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Silvia vio mi entusiasmo y me dijo: “Si quieres aprender a hacer museos, te vas a pegar a mí. Prepárate, porque esto será como un tren bala, pero en el camino aprenderás muchísimo”. Y así fue. Trabajé con ella en el Museo de Historia Natural de Chapultepec, donde montamos exposiciones increíbles, como una sobre murciélagos que fue mi favorita. Teníamos murciélagos vivos en una caverna climatizada, y fue una experiencia maravillosa. Fue ahí donde me enamoré de los museos y supe que ese era mi lugar.
“En el campo de la ciencia, admiro profundamente a Jane Goodall, Biruté Galdikas y Dian Fossey, tres mujeres que revolucionaron el estudio de la conducta animal. Ellas trajeron una perspectiva femenina que enriqueció las preguntas científicas”
Luego, me diversifiqué hacia otros medios de comunicación. Javier Cruz, un gran periodista científico, me enseñó a desgranar las preguntas clave en un texto. Aunque él quería llevarme más hacia el periodismo, yo siempre le decía: “Tú eres periodista, yo soy contadora de historias”. Aprendí de él a distinguir qué información enriquece una historia y cuál la hace pesada o confusa. Eso, hoy en día, se conoce como storytelling, y fue una lección invaluable. En el ámbito científico, mi papá es un referente fundamental. Aunque él nunca quiso influenciarme directamente, fue a través de él que me acerqué a la comunidad científica. Su pasión por compartir el conocimiento y su trabajo en instituciones públicas marcaron mi visión. Además, fue Premio Nacional de Ciencias, algo que siempre admiré. Pero mis referentes no se limitan a él. En el campo de la ciencia, admiro profundamente a Jane Goodall, Biruté Galdikas y Dian Fossey, tres mujeres que revolucionaron el estudio de la conducta animal, especialmente en la primatología. Ellas trajeron una perspectiva femenina que enriqueció las preguntas científicas. Mientras muchos investigadores se enfocaban en el macho alfa, la dominancia y la territorialidad, ellas preguntaron: ¿Qué hacen las madres? ¿Cómo aprenden las crías? ¿Qué papel juega el cuidado en la cohesión social? Esas preguntas cambiaron para siempre la forma en que entendemos a los primates.
Recientemente, añadí a Katalin Karikó a mi lista de referentes. Ella es la científica detrás de las vacunas de ARN mensajero que nos salvaron durante la pandemia. Cuando le dieron el Premio Nobel, celebré como si fuera mi familia. Karikó nació en Hungría, hija de un carnicero, y tuvo que emigrar porque en su país no encontró oportunidades. Su historia es un ejemplo de perseverancia y resiliencia. En una entrevista reciente, habló de cómo su hija, aunque no siguió sus pasos en la ciencia, aplicó el método científico en su vida: los errores no son fracasos, sino oportunidades para aprender y volver a intentar. Eso, para mí, es el método científico como filosofía de vida. En la ciencia, no buscamos verdades absolutas, sino aproximaciones que nos ayuden a entender mejor el mundo. Cuando presentas una idea en un congreso, es normal que otros científicos te digan: “En mi laboratorio no funciona”. Esa chispa de curiosidad y debate es lo que mueve a la comunidad científica. Y eso es algo que, como sociedad, necesitamos aprender: ver el error no como algo negativo, sino como parte del proceso de descubrimiento.
“En la ciencia, no buscamos verdades absolutas, sino aproximaciones que nos ayuden a entender mejor el mundo”
Cuéntame sobre la Asociación de Museos de Ciencia (ASTC, por sus siglas en inglés) y su labor.
La ASTC es la Asociación de Museos y Centros de Ciencia y Tecnología, con sede en Washington, Estados Unidos, pero con miembros de todo el mundo. Los museos que trabajamos con ciencia y tecnología compartimos experiencias, ideas y soluciones para apoyarnos mutuamente. Es una asociación muy potente, pero tiene sus desafíos. Por ejemplo, los congresos se realizan únicamente en inglés, lo que limita la participación de colegas de otros países que no dominan el idioma. Si quieres presentar tu trabajo, debes hablar y escribir en inglés muy bien, de lo contrario, quedas excluido. Este es un tema en el que todavía estoy trabajando. Mi objetivo es lograr que se incluyan ponencias en español u otros idiomas, con traducción simultánea, para que más voces puedan sumarse a la conversación. Es un reto, pero creo que es fundamental para hacer de la ASTC un espacio más inclusivo y diverso.
¿Cómo te enamoraste de los museos?
Crecí rodeada de museos. Desde pequeña, mi familia me llevaba a teatro, ópera, conciertos y, por supuesto, a museos. Esos espacios formaron parte esencial de mi infancia. Aunque me encanta hacer radio, televisión y escribir, siento que el museo es un hipermedio. Aquí puedo escribir los textos que aparecen en las cédulas, crear hilos narrativos —como el storytelling— de lo que quiero contar, y aprender de otros colegas, porque un museo no se hace solo. Con los años, he aprendido de diseñadores industriales y gráficos, por ejemplo, a seleccionar materiales o definir paletas de colores. No es algo que supiera como bióloga, pero he adquirido esos conocimientos gracias a la colaboración. Para mí, un museo es un universo: tiene audio, luz, color, diseño industrial, gráfico, video y, por supuesto, ciencia. Es un espacio donde todo converge, y eso es lo que lo hace tan especial.

Has escrito varios libros de divulgación. ¿Cómo ha sido ese viaje?
Nunca pensé que me convertiría en escritora. Ese camino se lo debo a Julieta Fierro, quien fue directora general de divulgación de la ciencia hace muchos años. Tuve el privilegio de trabajar con ella, y un día, mientras caminaba por el pasillo, me llamó y me dijo: “María Emilia, ¿te acuerdas que querías hablar de genética en el museo?”. En ese momento, la genética estaba en boca de todos por el caso de la oveja Dolly y la clonación. Era un tema fascinante, lleno de preguntas éticas y filosóficas que a mí me interesaban mucho. Julieta me explicó que no tenía presupuesto para una exposición sobre genética, ya que los museos son proyectos costosos que requieren mucha planeación y recursos.
“La divulgación me ha enseñado que no se trata de trabajar solo. En cada proyecto, aprendo de otros, como los editores, quienes me han mostrado nuevas formas de contar historias”
Sin embargo, en lugar de dejarme con las ganas, me presentó a una editora de Lectorum y me dijo: “Vas a escribir un libro sobre esto”. Creo que originalmente buscaban a ella, pero, siendo la persona generosa que es, decidió pasarme esa oportunidad. Así fue como escribí mi primer libro, Gen o no gen: El dilema del conocimiento científico. En él, exploraba preguntas como: ¿Qué pasa si la ciencia te dice que tienes un gen que podría desencadenar una enfermedad a los 40 años? ¿Querrías saberlo si no hay cura? ¿Cómo influye ese conocimiento en decisiones como ser padre o madre? Fue un proyecto fascinante, y gracias a su éxito, otras editoriales comenzaron a buscarme.
Hoy tengo nueve libros publicados. El más reciente, Luz propia, trata sobre la bioluminiscencia y está dirigido a niños pequeños. Casi no tiene texto, pero sus ilustraciones son preciosas. Además, tiene tintas que se cargan con la luz del sol para brillar en la oscuridad, lo que lo convierte en un compañero perfecto para los niños que temen a la noche. Pero mi libro favorito es Monstruos, sueños y otros cuentos vistos desde la ciencia. Me tomó siete años de investigación y fue una experiencia increíble. Me sumergí en mitos y leyendas, explorando cómo la ciencia puede explicar o reinterpretar esas historias. Fue un viaje de curiosidad y aprendizaje que disfruté enormemente.
La divulgación me ha enseñado que no se trata de trabajar solo. En cada proyecto, aprendo de otros, como los editores, quienes me han mostrado nuevas formas de contar historias. Aunque mi faceta como escritora comenzó con libros, hoy también se refleja en los guiones museológicos y conceptuales que escribo. De alguna manera, esa pasión por contar historias sigue viva en todo lo que hago.
Este espacio infantil parece ser un proyecto muy personal y significativo para ti. ¿Qué fue lo más desafiante durante su creación y cómo lograron superar esos obstáculos para hacerlo realidad?
Fueron dos años y medio de trabajo intenso, desde el cabildeo con aliados estratégicos hasta consolidar un ecosistema de 29 colaboradores. Empezamos desde cero, solo con ideas y mucha determinación. Hoy, ese espacio de juego libre es una realidad: un lugar donde la ciencia no se enseña ni se muestra, sino que se descubre a través de la interacción. El día de la inauguración, llegaron autoridades clave: el doctor Leonardo Lomelí Vanegas, rector de la UNAM; el doctor Manuel Suárez Lastra, director general de Divulgación de la Ciencia; y la doctora Soledad Funes, coordinadora de ciencia en la UNAM. Cuando mencionaron mi nombre, el equipo, los niños y los aliados estallaron en aplausos y gritos. Se me cerró la garganta de emoción. Habían visto cuánto luchamos por este proyecto. Incluso algunos aliados dudaban que lo lograríamos en el tiempo previsto, porque parecía un sueño imposible, un desafío enorme-
Este proyecto rompió esquemas al ser una colaboración público-privada en un entorno donde lo privado suele tener poca cabida. La pandemia nos enseñó que las reglas de antes ya no aplicaban. No íbamos a salir adelante solos. Después de la inauguración, cuando nos quedamos solas las cuatro aliadas, nos abrazamos sin poder creerlo. Habíamos corrido tanto, luchado tanto, que nos costaba asimilar que lo habíamos logrado En mi tiempo en Universum, he hecho muchas cosas: exposiciones sobre el color, los dinosaurios, la ciencia. Pero este espacio infantil es diferente. Aquí hay un legado filosófico: la apuesta por socializar a través del juego, por generar bienestar. Durante el encierro, leí sobre cómo los niños estaban desarrollando ansiedad y cuadros depresivos a los cinco años. Desde mi trinchera, sabía que podía hacer algo. Esta pasión, esta emoción, es lo que nos movió. Y sé que este será mi legado.